Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

miércoles, 14 de octubre de 2020

EL REGRESO 

Hoy, 14 de octubre de 2020, doña Monsi ha vuelto a abrir las puertas del edificio, después de siete meses totalmente confinados, en los que solo Eisi y yo hemos podido salir para hacer la compra al resto de vecinos y poco más. Fue lo que decidió, de forma unilateral, indiscutible e irrechazable, la presidenta en una junta de la comunidad celebrada minutos después de que el Gobierno de España anunciara el estado de alarma, allá por el mes de marzo. 



 

- ¿Y por qué solo pueden salir ellos dos?- preguntó airada María Victoria, abrazando a su recién estrenado caniche de un pedigrí que tumba patrás y regalo de su marido en las últimas navidades. 


- Ella es la más joven -dijo doña Monsi con la punta de su bastón a la altura de mi nariz. 


- ¿Y Eisi?- preguntó Brígida con los brazos en jarra o parecido.


- Eso. Por sus antecedentes y por su ritmo de vida, este hombre corre mucho más riesgo que cualquiera de nosotras- se quejó la Padilla al mismo tiempo que recorría con el índice una vena de su pierna izquierda más escarpada que el Annapurna. 

 

Doña Monsi tosió para aclararse la voz antes de responder y todos dimos un paso atrás. María Victoria dio tres y apretujó al caniche entre sus pechos.  


- Precisamente por eso.

 

Todos abrimos la boca, a pesar de las recomendaciones que ya por entonces se escuchaban en la radio.


- ¡Ños! Ahí se ha pasado tres pueblos, señora- le recriminó el propio Eisi. 


- ¡Qué falta de humanidad!- se quejó Brígida.


- En todas las sociedades alguien tiene que sacrificarse- recordó la presidenta.


- Sí, pero una cosa es ofrecerse al sacrificio y otra, lanzarlo directamente a la hoguera- aclaró la Padilla, tratando de esconder a Cinco Jotas no fuera que la presidenta decidiera sacrificar también al cochino.


- Bueno ¡Basta ya! No les he pedido opinión. Es lo que ha acordado la junta y punto- Gritó doña Monsi y todos volvimos a dar un paso atrás. 

 

Y así se hizo. Durante siete meses, solo Eisi y yo hemos podido salir a la calle. En este tiempo, he sentido músculos en mi cuerpo que nunca había movido y todo porque doña Monsi ordenó clausurar el ascensor para evitar que se convirtiera en foco de contagio, con lo que he tenido que subir la compra de cada uno de los vecinos, escalón a escalón. Eso, sin contar que a María Victoria todo le parecía mal. 


- Ay, qué lechuga más pocha. No, no, no. Así no la quiero. Vete y cámbiala por otra que tenga luz y se mueva más.

 

¿Qué se mueva más? ¿Con luz? Yo, por no escucharla, siempre volvía al súper a la búsqueda de la nueva lechuga. En uno de estos segundos viajes descubrí, por casualidad, que allí empleados y clientes me conocían como la Saturdeinai Fiver porque decían que buscaba el movimiento y la luz como Tony Manero en la pista. Al menos eso fue lo que me contó una de las cajeras en plan chisme hasta que, en medio del pi-pi-pi-pi de la compra, se dio cuenta de que era yo de quien estaba hablando. Cosas de la mascarilla. Ni ganas tengo de argumentarles los motivos para salvar mi reputación. 

 




Entiendo que ustedes se pregunten qué ha hecho Eisi en este tiempo, siendo uno de los que gozaba de libertad. Todos los días salía a las doce del mediodía y regresaba a medianoche. Siempre con mascarilla, eso sí. Para evitar que doña Monsi le quitara la venia, se inventó que estaba trabajando en urgencias de un centro de salud y eso provocó que, en el edificio, empezaran a tratarlo como un héroe. 


- Ay, estos tomates están chungos. No me sirven para el juguito que le hago a Eisi. Mira a ver si ves unos más animados- me pidió María Victoria un día. 

 

Doña Monsi también le dio la vuelta a la tortilla y decidió que tener un héroe daba más prestigio al edificio, así que ordenó colgar una pancarta en la fachada con la cara de Eisi. Yo seguí yendo y viniendo del supermercado, de la farmacia y, ya por último, del fisio. 

 

Pero bueno, lo he guardado todo en el baúl de los olvidos y por fin, hoy, en nuestro edificio empieza una nueva era después de que la presidenta, también de forma unilateral, indiscutible e irrechazable, haya decidido levantar el confinamiento total al resto de vecinos. Le he insistido en que, después de siete meses, es peligroso dejarles salir sin explicarles que ahora las cosas han cambiado y que hay normas que se tienen que cumplir para evitar la propagación del virus. 


- Lo tengo todo estudiado, niña. No te creas tan lista- me espetó en medio de la escalera.

 

Esta mañana nos citó a todos en la calle -por aquello de mantener la distancia de seguridad- y, allí, nos presentó a su nuevo fichaje: Gallardo, un “experto” que, en las próximas semanas, será nuestro guía para adentrarnos en la “nueva normalidad”.


- Señoras, señores, atención- dijo el hombre de casi dos metros, como la distancia obligada, moviendo sus enormes brazos para llamar nuestra atención- Lo primero y más importante: ponerse la mas-ca-ri-lla.


- ¿Al cerdo también?- preguntó la Padilla- levantando la mano.


- Por supuesto- dijo Gallardo con cara de revoltura al ver las pintas de Eisi y mientras la Padilla revolvía en su bolso en busca de otra quirúrgica para colocársela en el hocico a Cinco Jotas. 




 

En la calle nos encontramos con Carmela que, después de siete meses, regresaba para volver a la limpieza de las escaleras del edificio. Las hermanísimas, María Victoria, la Padilla, Eisi y Bernardo corrieron hacia ella para abrazarla y darle la bienvenida pero un ensordecedor ¡Noooooo! les paró en seco. 


Gallardo, con cara de "estamos locos o qué", sacó una hucha y pidió que cada uno depositara un euro. 


- Es lo que les va a costar cada error que cometan- explicó agitando el bote que empezaba a llenarse de monedas.

 

A su lado, doña Monsi como la Mona Lisa esbozaba una sonrisa. La de ella, escondida bajo su mascarilla. 

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