Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 26 de septiembre de 2016

EL SÍNDROME
A la vista de lo que sucede en este edificio, estoy pensando en escribir un libro con las historias de mis vecinos. Ya sé que no pasaría los controles de riesgo para la humanidad y que, en caso de que un ejemplar llegase a recalar en alguna librería, quedaría arrinconado en el último estante de la sección de teatro del absurdo o de ciencia ficción. No es para menos. Si ya la semana pasada fue ridículo ver cómo Carmela y María Victoria se peleaban por subir a lomos de un tipo al que confundieron con el porteador que ha contratado la presidenta y que al final resultó ser un desconocido que venía a casa del cura a confesar pecados acumulados, esta vez nos hemos superado, y con creces. Después de quince días en el ascensor, Copyray, el okupa, ha salido huyendo del aparato alegando que no soportaba a Brígida, que se había encerrado con él tras haberse enamorado de forma repentina.
-No entiendo nada, tío. ¿Tú no estabas tan a gusto ahí dentro? -le preguntó Eisi al ver cómo huía del edificio.
-Quita pallá'. Uno tiene un límite y la señora esa no para de hablar. No aguanto más -y se lanzó calle abajo como una tabla de Icod por San Andrés.
Todo eso ocurrió el jueves, coincidiendo con la entrada del otoño. Al escuchar el llanto desconsolado de Brígida, despechada en pleno ascensor, la Padilla pensó que el cambio de estación le había alterado las hormonas a su vecina.
-Pero ¿qué hormonas? A su edad, esta señora ya no tiene de eso -soltó Eisi.
-Qué bruto eres. ¡Insensible! Claro que tiene una -le recriminó la Padilla, señalando a Úrsula.
-Sí, yo soy su hormona... Digo su hermana -le espetó en toda la cara con un tufillo a galleta María mojada en café con leche.
-Ni hormonas ni neuronas -masculló Eisi, evitando que le oyeran para no liarla más.
-Pero ¿qué ha pasado? Si parecía que entre ustedes todo iba sobre ruedas. Bueno, más bien sobre poleas -comentó la Padilla mirando al ascensor, al tiempo que intentaba sortear la tremenda pelusa que había salido disparada del aparato como si fuera la placenta de unos gemelos.
-Que - es - que - dice - que - hablo - demasiado - y - que - no - me - cayo - ni - debajo - del - agua - y - que - entre - la pelusa - y - yo - le - teníamos - agobiado -Yo - le - dije - que - él - era - un - okupa - veterano - y - que - ya - debía - de - estar - acostumbrado...
-Bueno, ¡basta ya! Que alguien le cierre la boca a esa mujer -chilló María Victoria, histérica porque llevaba días sin dormir, haciendo guardia con Carmela en la entrada, a la espera de que el auténtico porteador, que venía a sustituir al ascensor, apareciera de una vez.

-Ay, niña, pero tú nunca has hablado tanto ¿Qué te pasa ahora? -insistió Úrsula con su hermana.
-¡Alto! Ni se te ocurra contestar -amenazó Eisi a Brígida, temeroso de que volviera a soltar carrete sin parar.
-Eso es el síndrome de Mari Carmen -apuntó Bernardo, que llegaba de aparcar el taxi, después de haber hecho dos carreras, a la calle de al lado, en todo el día.
-¿El síndrome de Mari Carmen? -pregunté.
-Sí, en honor a mi madre. Es una reacción que da cuando te enamoras perdidamente de alguien que no te corresponde.
-¿Y en qué consiste? -quise averiguar.
-En que no paras de hablar. A mi madre le pasó con un chico del barrio que no le hacía ni caso hasta que conoció a mi padre, y entonces se quedó sin palabras y ya nunca más volvió a hablar. Ni siquiera pudo decir "sí" el día de la boda, con lo que tuvo que escribirlo en un papel y entregárselo al monaguillo, que, encima, no sabía leer.
-Yo - es - que - no - puedo - vivir - sin - é l - y - ya - lo - echo - de - menos - por - favor - díganle - que... -aprovechó Brígida en un despiste de Eisi.
-Bueno, ya está bien de tanta tontería -vociferó doña Monsi desde lo alto de la escalera y la mujer se quedó muda.
-Vaya, qué poder de convicción tiene nuestra presidenta -comentó Eisi, acorralado por la pelusa.
En seguida me di cuenta de que no había sido la presidenta la que dejó sin habla a Brígida, sino el porteador, que, en ese preciso momento, acababa de entrar al edificio.

lunes, 19 de septiembre de 2016

EL PORTEADOR
Carmela aguantó un día, menos tres minutos, encerrada en el ascensor con las mellizas. Fue tanto el estrés que acumuló allí dentro que, nada más salir del aparato, llevó a las pequeñas a la guardería y apagó el móvil. Ya no le preocupaba que algo pudiera pasarles a sus niñas. ¿Qué podría ocurrirles? El peligro eran ellas. Lo que le resultó más complicado fue abandonar el encierro sin que doña Monsi pusiera pegas, empeñada como estaba la presidenta en que habían sido contagiadas de alguna gripe rara por el okupa; así que tuvo que esperar a que llegase un médico y certificará que las tres estaban como toros. El pobre hombre no se atrevió a decir que, en realidad, estaban como vacas por si Carmela se lo tomaba a mal, ahora que ha empezado una dieta. Quienes continuaron encerradas fueron Brígida, que se ha enamorado locamente del okupa, y la pelusa, que ya alcanzó tamaño bola de discoteca.
-Te estás buscando la ruina -amenazó Úrsula a su hermana a través de la puerta del ascensor.
-Es el hombre de mi vida -gritó Brígida, desde el tercer piso, donde se habían detenido la noche anterior.
-Si no sales de ahí inmediatamente te vas a quedar sin la herencia que nos dejó padre.
-¿Qué herencia? Lo único que padre nos dejó fueron deudas.
A Úrsula le dio un vuelco el estómago. Temía no volver a ver a su hermana, pero le apuraba mucho más tener que afrontar ella sola las deudas. Esa misma tarde, doña Monsi anunció que el ascensor quedaría cerrado para siempre y que estaba negociando contratar a un porteador para el traslado de vecinos arriba y abajo del edificio.
-Pero qué locura es esta. ¿Un porteador? Ni que esto fuera el Himalaya -protestó la Padilla, que temía otro recibo más ese mes.

-Pues a mí me gusta la idea de ir sobre la espalda de un tipo cachas -comentó María Victoria, enfundada en unos "leggins" de color tortuga mal alimentada.
Como es habitual, la presidenta pasó de las opiniones vecinales. Al día siguiente, cuando oímos los gritos de Carmela, temimos que algo le hubiera pasado a las mellizas.
-Ay, mi madre. Esto no puede ser verdad.
-¿Dónde están las niñas? ¿Qué les ha pasado? -preguntó asustada la Padilla.
-¿Las niñas? Yo solo veo a un niño. ¡Y qué niño! -dijo, con la mirada clavada en un tipo con más espalda que la que se le quedó a Phelps después del oro en 200 mariposa.
-Me pido ser la "prime" -gritó María Victoria, lanzándose como una garrapata sobre el desconocido.
En menos de un segundo, las dos mujeres acabaron encaramadas al hombre, mientras él daba vueltas como un ventilador tratando de quitárselas de encima.
-Qué vergüenza -comentó la Padilla-. Pelear por un hombre. Basta de tonterías y déjenlo libre, que necesito subir a casa con la compra del súper.
-Pero ¿qué hacen, insensatas? -sonó la voz profunda de doña Monsi desde lo alto de la escalera.
-Están discutiendo porque todas quieren subirse al porteador -soltó Eisi, después de darle un trago al barraquito.
-¿Qué porteador?
-El que usted ha contratado a falta de ascensor -le recordó él.
-Pero ¿qué dices? Ese no llega hasta la próxima semana -aclaró la presidenta, que había salido de su piso armada con el bote de laca en la mano, por si acaso.
-Entonces ¿este quién es? -preguntó María Victoria desde lo alto del hombre armario.
La presidenta destapó el bote de laca y apuntó hacia él.
-No dispare. Yo solo vengo a ver al padre Dalí, que me dio cita a las cinco para confesarme. Lo que no sé yo es si esto también me va a contar como pecado -dijo él con cara de preocupación al ver a las mujeres enganchadas como sanguijuelas a su cuerpo.
-Oye, que si me subes y me bajas de la azotea cinco veces yo misma te redimo de tus pecados -le susurró Carmela.
Cuando Eisi se terminó el barraquito, ayudó al tipo y logró despegarlas. Sin perder un segundo, el hombre salió corriendo a casa del cura a confesarse.
Desde ese tarde, Carmela y la Padilla no se mueven del portal a la espera de la llegada inminente del verdadero porteador. Y yo llevo tres días cuidando de las mellizas.

lunes, 12 de septiembre de 2016

ENCERRADOS
La entrada de las mellizas en la guardería se vivió en el edificio como un auténtico respiro, aunque para Carmela supuso un trauma tan grande que se pasó la semana sin pasar la fregona a las escaleras. No fue tanto por dejadez como por imposibilidad, ya que la mujer tenía ocupadas las dos manos, agarrando el móvil sin pestañear, con la mirada clavada en la pantalla, y pendiente de cualquier mensaje o llamada. A tal punto llega su obsesión con que les pueda pasar algo a las niñas que, el martes por la mañana, cuando recibió una llamada -que al final resultó ser de una compañía de telefonía-, se puso a gritar como una posesa y la operadora no volvió a insistir, algo verdaderamente digno de estudio en el programa de Iker Jiménez.
-Te tienes que tranquilizar, Carmela, porque vas a ponerte vieja y fea con esos nervios -le aconsejó Brígida, acercándole una infusión de algo raro que olía más raro aún.
-Yo diría que más que por sus arrugas, que esas las trajo de serie, lo tiene que hacer porque, si esto sigue así, vamos a caer todos como moscas por la falta de higiene del edificio. ¿Han visto esa pelusa? -preguntó María Victoria señalando horrorizada a algo que parecía el pelo de uno de los Jackson Five pero sin el Jackson Five debajo.

Hasta el miércoles todo fue bien, pero, ese día, Copyray, el okupa que tenemos en el ascensor, salió del aparato con cara descompuesta y de un color que no está en la gama de los normales. Brígida fue quien se lo encontró en el portal y el hombre le comentó que no se sentía muy bien, así que ella le preparó otra infusión de las raras y permaneció junto a él hasta ver si se le pasaba. Al verlos, María Victoria puso el grito en el cielo.
-Hay que aislarlos. Además de las escaleras, el ascensor también es un foco de infección con ese hombre ahí metido todo el día.
La Padilla, que bajaba con Cinco Jotas, le hizo una seña al cochino para que regresara a casa, no fuera a coger otra gripe.
-No exageres, mujer. Lo único que le ocurre es que está debilitado. ¿No ves que se pasa el día ahí encerrado pintando cuadros? -trató de tranquilizarla Brígida, que, al mismo tiempo, intentaba que el enfermo se tragara la tisana que tenía el mismo aspecto que su cara: verdosa y con grumos. A los pocos segundos, ella también empezó a sentir un malestar. Doña Monsi, que había escuchado la conversación desde el hueco de la escalera y temiendo que él hubiera empezado a propagar lo que quiera que tuviese, ordenó a Eisi que encerrara a los dos y a la pelusa en el ascensor.
En ese momento, el portal se abrió y Carmela entró con las mellizas, a las que había ido a recoger de la guardería media hora antes porque tuvo un mal presentimiento. Las niñas, que no se están quietas, se lanzaron de sus brazos al suelo y salieron gateando hasta donde estaban Brígida y Copy, a punto de ser recluidos en el ascensor. Como no podía ser de otra manera, María Victoria dio la voz de alarma.
-No dejen que vuelvan atrás o de lo contrario moriremos todos. Esas pequeñas bolas de leche pueden infectarnos con sus babas después de haber tocado a esos dos.
-Enciérralas también -le ordenó doña Monsi a Eisi, mientras echaba laca desde lo alto de la escalera, como si aquello fuera a acabar con el supuesto virus.
Al ver aquella escena rocambolesca, Carmela corrió a rescatar a sus mellizas, pero cuando llegó a la zona cero ya no pudo regresar, pues entre Eisi, María Victoria y la Padilla la empujaron junto al resto y la pelusa dentro del ascensor.
Ahí llevan unos días. Lejos de enfadarse, Carmela parece tranquila, porque, en ese cubículo tan pequeño, está pegadita a sus niñas y controla que no les pase nada. Copy sigue haciendo reproducciones, ahora de cuadros de Rembrandt, y cada día se siente más recuperado gracias a los mimitos de Brígida, que se ha enamorado de él. Quien peor lo lleva es la pelusa, que, con tanta humedad y con los litros de laca que echó doña Monsi, tiene un encrespamiento rebelde.

lunes, 5 de septiembre de 2016

TRÁFICO INTENSO 
Haberme alejado unas semanas del edificio me dio fuerzas para regresar, aunque bastaron unos días para darme cuenta de que aquí la presidenta sigue tomando decisiones unipersonales. La noche que llegué de mi viaje, cargada con maletas y unas cuantas horas de sueño atrasado, me encontré con las hermanísimas, la Padilla y el padre Dalí, haciendo cola en el portal para subir las escaleras.
-Este semáforo es eterno -se quejó el cura, que ha empezado a dar misa en la azotea.
-¿Semáforo? -pregunté.
-Sí esos aparatos luminosos que regulan el tráfico -me explicó la Padilla.
-Ya, mujer. Sé lo que son. Lo que no entiendo es qué hacen dentro del edificio.
Nadie hizo caso a mi comentario porque, en cuanto el aparatito de marras cambió a verde, mis cuatro vecinos salieron disparados escaleras arriba.
-Doña Monsi ha puesto semáforos para subir y bajar, después del accidente que tuvo cuando chocó con María Victoria y perdió uno de los empastes de oro -me explicó Carmela que, ahora, solo puede limpiar las escaleras cuando está en ámbar. 
-Pero ¿y el ascensor? -pregunté con miedo a la respuesta.
-Pero, niña, ¿tú cuánto tiempo has estado fuera? ¿No te has enterado? -me dijo Carmela.
No sé si era el cansancio, pero, sin avisar, el corazón empezó a latirme como si estuviera centrifugando. Lo hacía con tanta fuerza que pensé que cuando aquel órgano romántico recuperara su frecuencia normal mi sangre sería la más limpia del mundo.
-Tenemos un okupa -me dijo mientras aprovechaba el color naranja para pasarle la fregona a medio escalón, que es lo que le da tiempo-. Al tipo lo llaman Copirray y es experto en reproducción asistida.
-¿Un médico okupa? -pregunté aún más preocupada, temiendo que, en lugar de dos semanas, en realidad, yo hubiera estado fuera una eternidad; suficiente para que mi vida hubiera migrado a otra dimensión.
-¿Quién ha dicho que sea médico?
-Acabas de decir que es especialista en reproducción asistida, ¿no?
-Sí, claro. ¿Y? El tipo hace reproducciones de cuadros famosos y los vende en el mercado negro con la asistencia de un colega que le busca clientes.
Después de un largo viaje en avión, me sentía demasiado agotada para digerir todo aquello, así que esa noche no pregunté nada más, deseando que, al día siguiente, cuando despertara, todo hubiera sido producto de un brutal "jetlag". Lamentablemente, no fue así. Cuando abrí la puerta de casa, me topé con una sonrisa bastante conocida pintada en la pared de mi rellano.
-Pero ¿esto qué es?
-Hija, de verdad, me sorprende la poca cultura que tienes tú, que eres periodista. No ves que es la "Mona Lisa" -me dijo la Padilla, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde y señalando aquella sonrisa, que más bien se parecía a la de mi carnicera cuando su marido le roza el muslo al pasar de un lado a otro del diminuto mostrador donde despachan los solomillos.
En el portal encontré de nuevo a Carmela y me contó que Copirray es feliz en el ascensor porque fantasea imaginando que es una mansión.
-Para ir a la cocina pulsa el primer piso, cuando se va a dormir, el segundo; el baño está en el tercero y su taller de pintura en el cuarto.
También me contó que, además de traficar con los cuadros, había "decorado" las paredes de nuestro edificio. Sorprendida, pregunté si doña Monsi no lo había denunciado ya a la policía.
-Qué va. La vieja vio negocio enseguida. Como no pudo echarlo, ella misma le propuso convertir el edificio en un pequeño museo. Y, aunque no te lo creas, la presidenta está sacando una pasta gansa con esta historia. Y, claro, los vecinos están contentos porque les ha rebajado la cuota mensual.
El sonido inesperado de una alarma me hizo salir de aquella nube de confusión absurda. De repente, Eisi, vestido con un uniforme azul y la palabra "seguridad" escrita a mano a la altura del pecho izquierdo, apareció ante nosotras.
-A ver, señoras, me van desalojando las escaleras que en cinco minutos abrimos las puertas del museo y ya hay gente fuera haciendo cola.
Decidí salir a la calle. Necesitaba tomar aire.
A lo lejos escuché cómo Eisi gritaba: "Los visitantes al museo, cola derecha. Los que vienen a misa, cola izquierda. Y me respetan los semáforos".