Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

domingo, 22 de junio de 2014

LOS DEL 821

Que nos quedáramos sin poder ver el Mundial de fútbol por el conflicto con la antena de televisión no ha sido lo peor de la semana. Tampoco, el tropezón de la selección española ante la otra Roja (Chile). Ni siquiera, que hayan vuelto a clausurar el ascensor porque Dolors, la presidenta de la comunidad -que se ha hecho cargo de la limpieza del aparato de aquella manera- lo embadurnó de lejía y la Padilla casi se muere de un colapso respiratorio mientras subía a su piso. No, nada de eso es comparable con la que se montó el martes, cuando Úrsula se dio cuenta de que por culpa de la maldita antena no iba a poder ver la proclamación de Felipe como Rey. Ese día pegó tal alarido que el cristal de la nueva lámpara deciochesca que la presidenta ha colocado en el portal se hizo añicos y, al caer, le hizo un boquete en la cabeza a Bartomeu, su marido cuando regresaba de la farmacia de comprar tiritas. 

Carmela, que en ese momento entraba en el edificio -viene más que cuando limpiaba las escaleras- se encontró con aquel panorama y, al tiempo que pedía ayuda, alertando de que llamáramos al 821, abrió el paquete de tiritas y empezó a hacer un mapamundi sobre la cabeza del herido.

- ¿Al 821?- preguntó Úrsula que fue la primera en llegar al lugar del accidente, acompañada de su hermanísima Brígida. 

- Sí, al número de emergencias. De verdad, ¡qué desconocimiento tiene la gente de lo esencial! Venga, señoras, dense prisa que se está desangrando y miren cómo me está poniendo el vestido que me regaló mi suegra por la boda- gritó Carmela de malos modos, mientras sostenía la cabeza del pobre hombre.

- El 821 no es el teléfono de urgencias- dijo Bartomeu con un hilito de voz y con un mal aspecto que parecía el espíritu de la Roja con los chorros de sangre cayéndole cabeza abajo que, si en ese momento aparece Don Limpio, graba allí mismo otro anuncio de sus inigualables propiedades desinfectantes.

- Claro que ese no es el número de urgencias. Es el 112- aclaró Brígida.

- Y yo qué sé- respondió Carmela- tengo tantos números secretos, pin, claves y contraseñas que lo mezclo todo. Pero, déjense de tonterías y marquen ya el que sea, que se nos muere el presidente.

Al escuchar estas palabras, Brígida empezó a llorar como una descosida. Se había enamorado perdidamente de Bartomeu. Hacía tan solo dos días que él también le había confesado que la amaba y le había prometido que pronto hablaría con su mujer Dolors para darle la mala noticia. Ahora, allí en el suelo, aquel hombre -el primero a sus 53 años- estaba a punto de morir y de dejarla viuda. Se imaginó de luto el resto de su vida. 

Con tanta confusión de números, nadie acertó a llamar a la ambulancia y al reclamo de los gritos que provenían del portal, Dolors bajó corriendo para exigir silencio en el edificio. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquello rojo que estaba en el suelo era su marido y se disparató. No pude evitar que me viniera a la mente la imagen de aquella bailarina de la cajita de música color frambuesa que me regaló mi abuela un día de Navidad y que no hacía más que dar vueltas sobre sí misma al ritmo del 'Para Elisa' de Beethoven. 

- Mi marido, mi marido, mi marido...- repitió enloquecida, hasta que Úrsula le ordenó a Brígida que le diera una torta para que se tranquilizara. 

Brígida no lo dudó y le arreó tal fuerte tortazo que la mujer cayó al suelo desplomada. La Padilla y su hijo, que también habían bajado a ver qué pasaba, arrastraron a la mujer y la metieron en el ascensor para que no molestara. Con la adrenalina propia de la situación, la Padilla tomó el mando y le pidió a su hijo que trajera algo para frenar la hemorragia. Tito subió las escaleras como un tiro y bajó con un trapo que entre todos ayudamos a enrollar alrededor de la cabeza de Bartomeu que, todavía, seguía con vida.

En ese momento, escuchamos una sirena y Carmela se disparató aun más. Se olvidó de que era ella quien sujetaba la cabeza de Bartomeu y lo dejó caer como si fuera un cojín aunque, obviamente, hizo más ruido al llegar al suelo. Mientras corría a abrir la puerta del edificio exclamó: ¡Seguro que son los del 821!

No eran los de la ambulancia. Eran dos agentes de la policía, con gorra y todo, que habían sido alertados por Julito, el vendedor de la Primitiva. Los dos hombres nos pidieron que les dejáramos un hueco y, cuando vieron a Bartomeu tirado en el suelo sobre un charco de sangre y con la cabeza envuelta en aquel trapo, nos ordenaron que no nos moviéramos de allí y que nos pusiéramos todos contra la pared.

- Pero ¿por qué? No es lo que piensan. No es un asesinato. Ha sido un accidente. Le ha caído una lámpara encima- trató de explicarles Carmela.

- Señora, apártese. Eso es lo de menos. ¿No ve lo que lleva el señor amarrado a la cabeza?- preguntó uno de los tipos.

- Pues claro que lo vemos, un trapo para frenar la hemorragia- le aclaró Tito.

- Sí, un trapito, un trapito- dijo el otro agente, con un tonito despectivo. Es una bandera republicana y eso está prohibido esta semana. Tenemos que requisarla. 

Los dos agentes le quitaron la bandera de la cabeza a Bartomeu y se la llevaron sin decirnos nada más. 

A los cinco minutos, por fin llegó la ambulancia medicalizada y lo trasladaron al hospital. Lo que no imaginábamos es que tuviéramos que llamarlos de nuevo para que regresaran de urgencia al edificio porque, cuando ya volvía cada uno a su vivienda, la Padilla se dio cuenta de que Dolors, a la que ella y su hijo habían encerrado en el ascensor durante la escena trágica, estaba a punto de morir asfixiada por la lejía que ella misma echaba cada mañana. 

Así que, de momento, ni Mundial, ni la Roja, ni proclamación real. Aquí, ya montamos nosotros nuestros propios espectáculos. ¡Qué vergüenza! 

No hay comentarios:

Publicar un comentario