Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 23 de noviembre de 2015

VAYA GENTE MÁS RARA

Habíamos perdido toda esperanza de que doña Monsi se levantara de la cama, pero lo hizo el martes, sin avisar y con movimientos lentos como los de Neil Armstrong aquel julio de 1969 cuando pisó la luna. En el caso de la presidenta, no fue un gran paso para la humanidad, sino catorce hasta llegar al sillón de la sala, donde decidió quedarse unos días.
Neruda y Carmela fueron los únicos que se atrevieron a entrar en su casa. Él, porque es el encargado de llevarle la compra, y Carmela, porque se ofreció a controlar su higiene para así evitar un nuevo código rojo, pero, más que nada, para sacarse un dinerito extra al de las escaleras. 
Con este panorama, Walter sigue cuidando de las mellizas. El pobre hombre se pasa el día subiendo y bajando en el ascensor, que, por lo visto, es lo único que calma el llanto felino de las mellis, como las llamamos cariñosamente entre los vecinos. Las niñas han salido bastante gaseosas y llevan fatal lo de los cólicos, tanto, que el ascensor parece el local de prueba de los hermanos Toste. 
-Tan pequeñas y cómo huelen las cagoncillas esas -se quejó una mañana Eisi, mientras le entregaba una porra a uno de sus colegas, al que llaman Torito. 
María Victoria fue quien nos previno al ver la maniobra y la Padilla se encaró con él.
-¿Qué hace ese tipo con un arma en la puerta? 
-Vigilar que no entre nadie raro -contestó Eisi.
-¿Para eso no estabas tú, que eres el jefe de seguridad del edificio? -preguntó la Padilla.
-A mí no me gusta nada la pinta que tiene ese hombre -comentó María Victoria con su nueva blusa estampada con ojos de lechuza de campanario.
-Pues a mí me parece bien. El mundo está cada día más loco y yo, ahora, tengo dos niñas -recordó Carmela desde la sala de lactancia. 
Eisi estuvo a punto de darle un beso porque era la única que le apoyaba en su decisión, pero recordó el tufillo de las mellizas y pensó que mejor no acercarse a la "madre cloaca". 

Al final, como ocurre con todo en este edificio, Eisi se salió con la suya y Torito se quedó de guardia de seguridad permanente. 
-¿Eso no está penado? Me refiero a que el hombre no tenga ni un solo día de descanso -preguntó Brígida. 
-Más penado debería estar lo feo que es y ahí está -le respondió Úrsula con cara de repugnancia. 
A pesar de todo, la cosa iba más o menos bien hasta que, el sábado por la tarde, el llanto desgarrador de las mellis nos levantó el estómago. 
-¡Mis niñas! -gritó Carmela estrujando el bote de lejía. 
-No es por nada, pero acabo de ver a Walter subir con ellas en el ascensor con cara de desesperación -avisó Neruda.
Como cohetes, todos salimos disparados escaleras arriba temiendo lo peor. Al llegar al rellano del tercero encontramos a Torito con la porra en alto, amenazando a doña Monsi, que, por primera vez, en varias semanas se disponía a salir a la calle. 
-¿Pero qué haces? -le gritó Eisi.
-¿No me dijiste que tenía que vigilar que no entrara nadie raro? Pues mira esto -dijo Torito señalando a la presidenta. 
En ese momento, entre el llanto descontrolado de las mellizas, a las que Walter mantenía apretadas contra su pecho para que no fueran testigos de aquel disparate, todos nos fijamos en doña Monsi y, por un instante, pensamos que Torito tenía razón.
La mujer estaba horrible. Realmente rara. Después de tanto tiempo tirada en el sillón, había vuelto a perder el volumen del peinado y su aspecto era como el del traje de Armstrong pero sin el astronauta dentro. Vamos, una sinsustancia. Y, por si fuera poco, en medio de aquel absurdo, las mellis erupcionaron sin avisar y alguien gritó que nos dispersáramos, porque el tufillo podría ser letal. Torito fue el único que aguantó estoicamente y, a gritos por las escaleras, le hizo una pregunta a Eisi.
-A ver, ¿cuál es mi trabajo? ¿Vigilar para que no entre nadie raro o intentar que salga toda esta gente rara?
Se puso bravo el Torito.

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