Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 19 de octubre de 2015

VAYA CON LOS APARATITOS
Tanto rollo con el concierto benéfico en la azotea para poder restituirle a Eisi los cuatro dientes que perdió y va doña Monsi y, en una sola tarde, se gasta un pastón en una dentadura para su nuevo amado.
-Esto va a terminar como el rosario de la aurora -presagió Ursula. 
-Peor. ¿No ves que ella le sigue el juego? Hace todo lo posible para que él no recupere la memoria. Si fuera el auténtico Eisi, lo aborrecería -le aclaró su hermana.
Desde hace una semana, doña Monsi nos ha prohibido usar el ascensor porque dice que a Eisi le impacta cada vez que entra en ese aparato lleno de botones y luces, ahora que "es" un caballero de hace dos siglos.
En menos de tres minutos, Neruda que, además de limpiar las escaleras hasta que regrese Carmela de su baja maternal, es el mayordomo, chófer y lo que quiera que le pida la nueva parejita, puso un candado y le entregó la llave a doña Monsi. La decisión coincidió con el mismo día en que María Victoria y Alberto esperaban su lavadora nueva con lo que se armó buena cuando llegaron los chicos de la tienda con una caja inmensa.

-¿Y ahora cómo la subimos, señora? -preguntó uno de ellos, aterrado con la idea de tener que usar las escaleras.
-Alberto, busca una solución o no respondo de mí -amenazó María Victoria, embutida en un traje de piel de chinchilla que marcaba cada hueco de su galopante celulitis.
Alberto subió al piso de la presidenta y le pidió, por favor, que le dejara usar el ascensor para transportar la lavadora, pero doña Monsi se mostró inflexible y le confesó que Eisi había guardado la llave pero se había olvidado de dónde la había puesto.
Al volver al portal y transmitir la noticia, María Victoria puso el grito en el cielo y todos bajamos asustados pensando que algo trágico había pasado. Verla incrustada en aquel traje, era lo más parecido a una tragedia.
-Bueno, ustedes dirán que éste y yo tenemos un reparto en Buenavista. Además, por mucho que quisiéramos, por ahí no pasa. El hueco de la escalera es demasiado estrecho -comentó uno de los repartidores.
-Está bien. Ya nos encargamos nosotros -dijo Alberto, dándoles tres euros a cada uno.
-¿Encima les das propina? La verdad es que no sé qué vi en ti para casarme contigo -gritó María Victoria.
Mientras todos mirábamos la lavadora, como si por alguna razón mágica fuera a levitar para llegar al primero derecha, el silencio se volvió a romper.
-Me va a dar algo. No encuentro a mi niño -gritó la Padilla.
-Padi, tu Tito se fue de casa hace más de un año -le recordó Brígida.
-No, ese niño no; el cochino -dijo ella.
-¿Cinco Jotas? -preguntó Brígida, pensando que Tito tampoco era un dechado de limpieza. 
-¡Silencio! -mandó a callar Úrsula- ¿No oyen algo raro?
Un sonido extraño provenía del ascensor. Cinco Jotas se había quedado encerrado allí dentro.
-Hay que sacarlo antes de que se asfixie -suplicó la mujer.
-Tengo malas noticias, señora -dijo Alberto- la llave del candado se ha perdido.
La Padilla se dejó caer al suelo y las hermanísimas empezaron a darle aire.
Sin pensárselo dos veces, María Victoria subió corriendo a su piso y regresó con una escopeta.
-¿Pero tú estás loca? -le gritó su marido- ¡Suelta eso, insensata!
La mujer le dio un codazo, cerró un ojo, con el otro apuntó al candado y disparó. Entre todos abrimos aquella puerta que olía a pólvora y, en un rincón, enrollado como un chorizo, estaba Cinco Jotas.
Después de aquella escena de riesgo, Úrsula preguntó al matrimonio cómo era posible que tuvieran un arma en casa.
-Es de mi marido que es campeón de tiro al plato. ¿Algún problema? -justificó desafiante María Victoria.
Desde ese día, el portal del edificio parece un campo de batalla. El ascensor ha quedado inservible, ahora con motivo. Y, en la otra esquina, al lado de los buzones, María Victoria y Alberto han instalado su lavadora ya que, todavía, no saben cómo subirla al piso. La máquina se pasa el día centrifugando. Al menos, huele a Mimosín.

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