Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

miércoles, 28 de octubre de 2015

DOS EN UNO
Qué bonito es el amor aunque, como diría la Padilla, "y qué puñetero también". Desde que doña Monsi se volvió loca por Eisi, el edificio va de mal en peor. Temerosa de que su amado, cuya memoria le ha retrotraído siglos atrás, se impresionara al ver las modernidades del siglo XXI, la presidenta no solo decidió clausurar el ascensor de última generación que adquirimos hace ya un año, sino que, ahora, lo ha sustituido por un montacargas con polea manual y ha contratado a un señor muy raro para que lo maneje. Es tan raro que, el día que llegó, Úrsula preguntó quién de los dos era el montacargas. Cuando el hombre abrió la boca para responder, ella me susurró al oído: "Los montacargas no hablan ¿no?"
-¿Y eso cómo funciona? -preguntó la Padilla con la misma cara que puso el día que su hijo Tito, con apenas cuatro años, le decoró las cortinas de la sala con restos del compuesto de potas.
-Usted sube y yo voy tirando de la cuerda -explicó Walter, un tipo desgarbado con más barba que cara.
Los primeros días nadie quiso subir al aparato. Todos desconfiaban de la seguridad de aquello que hacía un ruido terrible y olía a hierro viejo. Brígida, que es una exagerada de la vida, llegó a decir que había soñado con la portada del periódico: "Una señora resulta aplastada por un montacargas". Yo, que suelo visualizar todo lo que me cuentan, me imaginé a la pobre mujer incrustada en el suelo y a los bomberos intentando rescatarla con un par de espátulas. Terrible.
Preocupado por perder su puesto de trabajo, el miércoles por la tarde, Walter nos sorprendió con un dos por uno. Explicó que, desde ese día, por cada viaje que hiciéramos en el montacargas nos haría un recado gratis. La primera en aprovecharse de sus servicios fue María Victoria que le encargó que recogiera un vestido de piel de cebra de montaña que había dejado en la tintorería. A cambio, ella se atrevió a subir a la azotea en el aparato pero se pasó todo el trayecto cantando una saeta para disimular el miedo.

En apenas dos días, Walter se convirtió en una especie de "trending topic" en el edificio. Todos hablábamos de él. Pero, aquí, lo bueno dura poco. El viernes se montó el lío cuando la Padilla, María Victoria y Úrsula estuvieron a punto de llegar a las manos.
-¡Me toca a mi! -dijo Úrsula, dándole un empujón a la Padilla que ya llevaba tres viajes seguidos en el montacargas.
-¡Eh! El respetito es muy bonito -le recrimi-nó sacando pecho.
-Yo hoy no he subido y necesito que Walter vaya a la pescadería -se quejó María Victoria.
En medio, la estrella del elevador tuvo que poner orden entre ellas.
-Señoras, haya paz. Vamos a organizar esto -aconsejó el hombre tocándose un mechón de la barba, tan espesa que por unos segundos su mano desapareció entre toda aquella maleza.
Después de un rato discutiendo, Walter emitió un silbido gomero que retumbó en las paredes del portal y que Neruda tradujo como "o paran o las paro; ustedes dirán".
Las tres mujeres dejaron la algarabía al ver que hablaba, más bien silbaba, en serio.
-Hay que buscar una solución a esto -dijo, mientras volvía a meterse la mano en la espesa selva de su cara- Desde hoy, la prioridad en el montacargas la decidirá la edad.
-Perfecto: La más joven, primero. Y esa soy yo -señaló la Padilla, contorneando la cadera y abriéndose paso.
-No, ese orden no. Primero, la mayor -aclaró Walter.
Las tres mujeres se miraron de arriba a abajo y dieron un paso atrás.
-Entonces, mejor que pase María Victoria -dijo Ursula.
-Ay, no. Estás muy equivocada. Yo soy la más joven, así que usaré las escaleras.
Las otras dos mujeres aguardaron unos segundos pero, enseguida, también hicieron mutis por el foro.
Desde entonces, cada vez que se suben en el montacargas lo hacen de forma clandestina y Walter les regala los oídos a cada una diciéndoles que la otra lo cogió antes.
-Ya sabía yo que la Padilla me doblaba la edad -dijo María Victoria, entonando la saeta en medio del chirrido infernal del aparato.

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