Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 27 de abril de 2015

CHIQUITA PERRERA
La Padilla lleva toda la semana sin salir del edificio, después del disgusto que se cogió cuando se enteró de que el fontanero del que se había enamorado locamente era el marido de la clienta que resultó afectada por un baño inesperado de salsa de potas. El incidente, que terminó en denuncia y con el cierre de la peluquería del ático, causó un enfado tan grande en Lupe, la peluquera, que doña Monsi accedió a dejarle el cuartito de la azotea de manera provisional. Úrsula no se lo ha tomado nada bien porque dice que, ahora, cuando tiende las sábanas, huelen a laca de señora caducada (la laca).
Lo del encierro de la Padilla no era preocupante hasta que el martes a este hecho se unió la desidia. 
-Que dice ahora que no se piensa duchar, ni peinar, ni nada de nada -alertó Carmela. 
-Pobrecita. Debe estar sufriendo mucho -comentó María Victoria, que la noche antes le había dejado a una de sus caniches para que le hiciera compañía.
Sin embargo, la alarma saltó esa misma tarde cuando la Padilla se alongó escaleras abajo para decir que tampoco iba a respirar ni a comer ni a pagar más recibos de la comunidad. Y fue ahí cuando empezamos a preocuparnos seriamente y alguien dijo que teníamos que avisar a un médico. 
-¿Un médico? Como esta deje un solo recibo sin pagar a quien voy a llamar es a la policía -amenazó doña Monsi más enfadada todavía que el día que se enteró de que el borrador de la declaración de la renta no era para limpiar el rastro de sus movimientos fiscales.
-A mí me preocupa más que no se duche -dijo Úrsula arrugando la nariz. 
-¿Y si lo siguiente es que no quiere comer? -preguntó María Victoria, más preocupada por su caniche que por su vecina, por lo que le mandó a su marido a que fuera a rescatar a su perrita.
Como era de esperar, el miércoles la cosa empeoró. Carmela se encontró a la Padilla sentada en la escalera, envuelta en una manta esperancera y abrazada a la caniche. Tenía los pelos encrespados, las ojeras más profundas que la fosa de las Marianas y un cierto tufillo.
-Creo que se le ha ido la olla -le susurró a Neruda, jefe de Seguridad del edificio, que se había acercado hasta la zona pensando que se trataba de un vagabundo. 
-Tengo que recuperar a mi perrita -empezó a llorar María Victoria, al tiempo que empujaba a su marido para que se lanzara de una vez al rescate.
-Qué mal aspecto. Igual hasta tiene piojos -apuntó Brígida y todos empezáramos a rascarnos como locos.
A los tres minutos apareció doña Monsi que, al verla, dio una orden irrefutable. 
-¡Desalojen esa cosa de ahí! 
-Pero, señora, que es la Padilla. La pobre está algo tocada después del chasco amoroso con el fontanero -dijo Carmela, intentando conmoverla, pero la presidenta debe tener un sistema de bombeo de sangre en lugar de un corazón y, claro, ni se inmutó.
Para evitar males mayores, entre todos, cogimos a la mujer y la acompañamos a su piso. Allí, Carmela le preparó un café con leche con tres galletitas integrales y dos de chocolate que se comió ella porque ya ha empezado con los antojos. En su caso, son aleatorios: ayer fresas con nata; hoy, chocolate; mañana, un bolso de Louis Vuitton y así...
Úrsula, que sigue al frente del gabinete de atención urgente al inquilino se hizo cargo de la situación y nos propuso repartirnos por turnos para acompañarla. María Victoria ofreció a su marido para quedarse el primero esa noche porque así tendría la oportunidad de recuperar a su perrita cuanto antes, que también empezaba a tener el pelo encrespado y algo de pestilencia.

Esa noche, cuando la Padilla fue al baño, Alberto aprovechó para coger a la caniche y salió escopetado, dejándola sola y sin avisar a nadie. Ya de madrugada un olor a tollos nos despertó a todos. Cuando subimos a su piso, la encontramos tirando la salsa por el váter.
-Quiero que vuelva el fontanero -dijo llorando como una niña.
Lo demás, mejor ni lo cuento.

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