Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

domingo, 31 de agosto de 2014

POCAS LUCES

Que la presidenta de la comunidad nos obligue a hacer turnos para que no coincidamos todos de vacaciones en agosto, pasa. Que cada día nos sorprenda con un nuevo capricho en forma de orden que hay que cumplir, también pasa. Lo que no parece tan normal es que el martes nos encerrara en el edificio y no nos dejara salir hasta que apareciera la lámpara de araña del ascensor. 



- Alguien la ha robado y hasta que no confiese, nadie va a salir de este edificio- nos amenazó a todos, que nos habíamos reunido por fuera del cuarto de contadores, mientras ella balanceaba entre los dedos las llaves de la puerta del portal y de la azotea.

- ¡Dios mío! Estamos secuestrados- gritó Brígida, abrazándose a Úrsula con tanta fuerza como aquel pulpo que no pudo llevarse mi madre -hace ya unos cuantos años- porque se quedó agarrado al brazo de la pescadera cuando trataba de guardarlo en la bolsa. “Llévese el pulpo y el brazo de mi mujer”, bromeó el marido de la pescadera que se pasó tres días sin poder separarse del molusco cefalópodo. 

Efectivamente, se trataba de un secuestro en toda regla. Había cerrado cualquier salida y no podíamos salir al exterior. El italiano fue el primero en enfrentarse a Dolors. Le dijo que él no había sido y que, por favor, le dejara salir porque sufría claustrofobia en primer grado.

- Tonterías. Búsquese otra excusa, Donatello- le dijo con desprecio y sin prestar la más mínima atención a la respiración agitada que el hombre empezaba a tener mientras trataba de aclararle que se llamaba Salvatore.

A las once de la mañana, la situación empezó a complicarse. Bernardo aporreó la puerta de la casa de Dolors, gritando que tenía que salir a trabajar y que no podía permitirse tener el taxi parado todo el día. Desde el otro lado, la mujer le contestó: “Cuando aparezca la lámpara, podrán salir a donde quieran”. 

Brígida no paraba de llorar agarrada a Úrsula que tras dos horas y media con su hermana pegada, sudaba más que el cámara de Master Chef después de grabar un sofrito asturiano. A la Padilla lo que más le molestaba era no poder subir a la azotea a tender las sábanas y por eso -sin que la Dolors se enterase- nos reunió a todos en su piso para idear un plan de escapatoria y terminar con aquel estúpido secuestro.

- Yo puedo sedarla con la lejía. Le toco a la puerta, le preguntó si quiere que vuelva a limpiar las escaleras y cuando se despiste, ¡zas!, le restriego el bote en toda la nariz- propuso Carmela.

- Vaya tontería más absurda- le respondió Úrsula que por fin apartó a su hermana de un manotazo.

Mientras cada uno exponía su idea para reducir a la secuestradora, el italiano no dejaba de coger y soltar aire como una locomotora. La claustrofobia generada por el encierro le había causado un ataque de ansiedad.

- Tome, suelte el aire aquí dentro y luego vuelva a respirar profundamente. Verá que se encuentra mejor- le dijo la Padilla, dejándole el jarrón de cristal de murano al que llevaba más de cuatro años sin pasarle un trapito. Al aspirar, el italiano se tragó más de dos centímetros y medio de polvo. 

Bernardo tuvo que hacerle la respiración boca a boca pero como es alérgico al polvo, cayó desmayado. En medio del salón, los dos hombres quedaron tirados en el suelo: habían perdido el conocimiento por unos minutos. 

Ante la situación cada vez más crítica, Úrsula decidió llamar a la policía y le puso al tanto de lo que estaba ocurriendo en el edificio. Carmela también llamó a su marido Pepe, el policía, aunque nos explicó que ahora está destinado al servicio de grúa. Él le contestó que mantuviéramos la calma que vendría a salvarnos.

En menos de diez minutos, un helicóptero de la Policía aterrizó en la azotea y dos hombres al más puro estilo SWAT se lanzaron por el patio. 

- ¿Dónde está la secuestradora?- preguntó el más jóven.

- Es esa ventana- le señalé.

Alertada por el ruido del helicóptero, Dolors se asomó, vio a los dos hombres descolgándose por una cuerda desde el helicóptero y cerró la ventana justo en el momento en que uno de los policías se impulsaba para entrar, con lo que éste rebotó y chocó contra su compañero. El sonido fue desagradable.

A todas estas, Pepe ya había venido con la grúa. Como no había sitio para aparcar (en esta calle nunca hay) la dejó en doble fila y nos hizo señas desde la calle.




- Voy a entrar por el garaje y subiré por la polea del ascensor pero para eso necesito que el aparato esté en el ático- descifró Carmela solo leyéndole los labios a su marido. 

Brígida subió corriendo al ático y llamó el ascensor. Mientras, Pepe ya había entrado y se había encaramado a los cables del aparato por los que empezó a subir hasta llegar al piso de Dolors. Allí, la Padilla, Carmela y yo le esperábamos para abrirle la puerta del ascensor pero, en ese momento, unos gritos desviaron nuestra atención y regresamos a la ventana del patio. 

Por fin, los policías habían entrado por la cocina y habían logrado reducir a Dolors. Bernardo, que ya se había recuperado del ataque de alergia, bajó corriendo, entró en la casa de la presidenta, le arrancó las llaves, abrió el portal, se subió al taxi y se fue a trabajar. 

El siguiente en salir fue el italiano que, aun conmocionado, buscaba aire puro. Detrás de él, aparecieron los dos policías con la Dolors en medio, tratando de soltarse: "Soy la presidenta de la comunidad. No pueden detenerme. Yo solo quiero que me devuelvan mi lámpara”, gritó al tiempo que un señor con un paquete entraba al edificio.

- Aquí la tiene señora. Ya está limpita, como nos pidió. Siento haber tardado un día más pero ya verá que valió la pena- dijo el hombre dejando el paquete delante del ascensor.

Dolors se había olvidado de que fue ella misma la que pidió que quitaran la lámpara para limpiarla, con lo que no había tal ladrón entre nosotros. A la mujer se le quedó la cara como a mi amiga Lola, el día que llamó a la policía para denunciar el robo de su móvil, desde su propio móvil. 

Cuando la paz regresó al edificio, desde las entrañas del ascensor, escuchamos un lejano “¡Sáquenme de aquí!”

- Mi Pepe, ese es mi Pepe- dijo Carmela. 

Con el lío, nos habíamos olvidado de él. Y para más inri, la grúa se la llevó otra grúa. Si es que...

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