Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 10 de marzo de 2014

URGENCIAS
(junio 2013)
Nunca antes un sarampión había huido tan rápido del cuerpo de una persona”, me confesó don Matías, el médico de las hermanísimas, cuando vino a comprobar cómo seguían. En apenas una semana han recuperado el color y su peso pero, por desgracia, también su genio; sobre todo Úrsula, que ayer me echó en cara la poca gracia que tengo para la cocina. ¿Gracia? ¿Es que no valora que lo importante no es tanto la calidad culinaria como que alguien (yo) se haya atrevido a cuidarlas mientras convalecían en cama? En fin. Sí, la cosa tiene su gracia. Pero este no ha sido el único contratiempo al que nos hemos enfrentado esta semana. Los problemas sanitarios se han cebado con nuestro edificio y esto, más que una comunidad de vecinos parece un hospital. Solo falta que nos pongan el vado. El primer accidentado fue Bernardo, que obsesionado por no contagiarse con el virus de Úrsula y Brígida, se encasquetó una máscara antigás y, cuando intentó quitársela cinco días después, no pudo porque se duchó con ella y se le oxidó el enganche. A Tito, el hijo de la Padilla, se le ocurrió llamar a los técnicos del ascensor que la semana anterior habían rescatado a las hermanísimas y, claro, no es lo mismo abrir una puerta que una máscara. Lo dicen los manuales de rescate. Los dos tipos se pasaron más de cuatro horas forcejeando pacá y pallá y, al final, acabaron extirpándole la maldita máscara, haciendo palanca. El resultado fue brutal: una herida profunda en la nariz y otra en el pómulo izquierdo, tres morados en barbilla, frente y orejas y un esguince de cuello. Pobrecillo.

Hubiera sido mejor contagiarse con el virus. Ese mismo día, Tito tuvo un pequeño percance. Ocurrió mientras presenciaba el operativo de rescate craneal. Angustiado, y temiendo que los técnicos no pudieran quitarle la máscara antigás a Bernardo, le pidió a Carmela -que se mete en todos los fregados y no precisamente en los de la escalera-, que le trajera un traguito de algo porque estaba demasiado nervioso pensando que el taxista se iba a quedar enmascarado para siempre. Carmela no tardó ni un minuto y, enseguida, regresó con un vaso. Tito se lo bebió sin pensárselo y cayó desmayado al instante. En medio del lío, escuchamos un grito desgarrador en todo el edificio. Era Carmela que se había dado cuenta de que, con las prisas, lo que le había servido a Tito no era ginebra sino lejía on the rocks. Don Matías tuvo que hacerle un lavado de estómago y durante un par de semanas no podrá tragar. De la impresión, Carmela se quedó sin voz y la Padilla le acusó de haber querido matar a su hijo cuando, en realidad, todo fue por culpa de un fatídico despiste. Y así están las cosas. Con tanta urgencia, don Matías no da abasto y se pasa el día recorriendo el edificio, comprobando la evolución de las ronchas de las hermanísimas, haciéndole curas a Bernardo, dándole fuerzas a Matías y ánimos a Carmela que no para de llorar… sin volumen, claro.

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