Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 10 de marzo de 2014

LA CUARENTENA 
(junio 2013)
En apenas una semana ya se están empezando a percibir cambios en el edificio y es que la flamante nueva propietaria, la Padilla, ha llegado con fuerza. Lo primero que ha hecho es pedirle a Carmela que limpie “a conciencia” las escaleras, algo que, por supuesto, no le ha sentado nada bien a la mujer pues, según ella, se ha pasado toda su vida no solo limpiando a conciencia sino a mano. Y eso -dice- se nota en el acabado final del suelo y en el gasto mensual que tiene en manicura.
Mientras, y sin esperar a que su madre cumpla la primera semana en el cargo, Tito, el hijo de la Padilla, le ha pedido que le dé trabajo porque lleva 47 años en paro y cree que ya necesita independizarse. Ella, que no ve la hora de quitarse de encima a su hijo, a su nuera y a sus dos nietos no ha dudado en ofrecerle el puesto vacante de portero. Pero, sin duda, la sorpresa de la semana nos la llevamos el jueves cuando Úrsula y Brígida volvieron del médico y le contaron a Carmela que tenían un virus desconocido y penetrante por lo que en el centro de salud les habían recomendado guardar cuarentena.
El comentario pronto llegó a la propietaria que, por miedo al contagio, ordenó a su hijo -que ya ejercía de portero del edificio- que aislara a las hermanísimas. Esa noche, cuando regresé de mi caminata diaria, escuché un escándalo en el portal y, al abrir, me encontré con una jauría humana (mis vecinos) dando gritos y amenazando a Tito con llamar a la policía. La verdad es que no entendía nada de lo que allí estaba pasando y Carmela que aun seguía por el edificio, me contó que a Tito no se le había ocurrido otra cosa que encerrar a Úrsula y a Brígida en el ascensor, aprovechando el momento en que habían bajado a comprar el pan, haciendo oídos sordos a las recomendaciones médicas.
“Ahí las tiene confinadas porque dice que es la mejor forma de que no nos contagien ese virus”, me susurró al oído. Con la gorra de militar que usó su padre en la guerra y a la espera de que su mujer le termine de bordar una que diga “Portero”, Tito intentaba explicar en medio de aquel griterío que, en los próximos cuarenta días, no podríamos usar el ascensor, por lo que tendríamos que buscar caminos alternativos para subir a nuestras viviendas. “¿Caminos alternativos?”, preguntó con cara de perros Bernardo, el taxista. La Padilla, que no daba crédito a lo que había hecho su hijo, respaldó sin embargo su actuación y nos recomendó alejarnos de aquel aparato donde su nuera ya había colgado un cartelito en el que había bordado: “Infestado”. Carmela es la única que se ha atrevido a acercarse.

Dice que le da sentimiento saber que las hermanísimas están encerradas en aquel cubículo de apenas dos metros cuadrados. Para que no mueran de inanición, ha preparado carpaccio de verduras, de carne, de pescado y hasta de leche con gofio y se los pasa por la rendija inferior de la puerta. De película. Lo sé.

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